lunes, 6 de abril de 2015

El mayor proceso concursal de la Historia de España no ha sido el de las Cajas de Ahorro: ha sido el del sistema eléctrico

En alguna ocasión hemos dicho que la reestructuración de las Cajas de Ahorro no ha sido una auténtica reforma. Más bien ha sido el procedimiento (para)concursal más grande de la Historia de España. Ahora tenemos que rectificar. Es probable que ese honor corresponda a la reforma energética que el Gobierno ha ido ejecutando en el último año.

Cuenta Seabright que los países socialistas consiguieron crecer económicamente de forma más rápida que las economías de mercado cuando se trataba de producir electricidad, cemento o acero. La razón – dice – es que se trata de producir productos homogéneos y la coordinación de todos los implicados en su producción es sencilla porque el objetivo es uno y bien definido: producir la mayor cantidad posible o deseable. El mercado no es mucho mejor que un ogro benefactor cuando la información necesaria para tomar las decisiones no es muy difícil de acumular y procesar. Y, viceversa, tampoco el mercado es muy buen asignador de los recursos cuando las características del producto o la presencia de externalidades, asimetrías de información u otros fallos semejantes están presentes.

Por ejemplo, estamos convencidos de que la organización del mercado de la salud (asistencia sanitaria) en Europa es ampliamente más eficiente que en Estados Unidos. Los fallos de mercado (poder de mercado ejercido por hospitales o compañías aseguradoras, costes de agencia respecto de los asegurados cuando son agencias públicas como Medicaid las que “contratan” en su nombre; corrupción en la regulación por la potencia de los grupos de interés; elevadísimos costes de información para los consumidores en la selección de la oferta preferible de prestación de los servicios; carencia de incentivos de los proveedores para reducir costes; inexistencia de competencia en la prestación de servicios por el carácter local de los mercados; poderosísimos grupos de interés formados por los médicos y el personal sanitario….).

¿Pasa lo mismo con el mercado eléctrico? Nuestra impresión es que sí. Que, en la disputa acerca de las ventajas del mercado vs la estatalización, la ponderación de las ventajas y costes de una u otra forma de producir y distribuir bienes o servicios no incluye, a menudo, los costes de "transición" de un sistema a otro. Si un país socialista introduce una economía de mercado, las dislocaciones esperables son enormes. Pero, a largo plazo, podemos confiar en que las ventajas del mercado como mecanismo de asignación de los recursos y los efectos beneficiosos de la competencia - descubrimiento del productor más eficiente, fomento de la innovación, maximización del excedente del consumidor... - superen en mucho a los costes de la transición.

Ahora bien, cuando, en el seno de una economía de mercado se liberaliza un sector, a menudo no se incluyen, entre los costes de la liberalización los derivados de la necesidad de diseñar el mercado porque la naturaleza del producto impida al regulador limitarse a laisser faire, laisser passer y a proporcionar a los particulares los elementos estructurales imprescindibles para el desarrollo de cualquier mercado (respeto y protección de la propiedad privada, carácter vinculante de los contratos, mantenimiento del valor de la moneda, etc). Por ejemplo, en el caso del gas natural, la creación de un mercado mundial requirió construir plantas de licuefacción en los países productores y plantas de regasificación en los países receptores del gas. De otro modo, el gas debía ser transportado por gasoductos lo que limitaba y mucho el tamaño de los mercados. Los incentivos para crear tales infraestructuras que tienen los individuos son limitados (sólo Qatar, que tenía mucho gas en su subsuelo los tenía) y requiere de una enorme coordinación con muchos agentes. En el diseño de los mercados liberalizados, es obvio que los Estados tienen una ventaja competitiva respecto a su diseño espontáneo por parte de los individuos cuando los costes de transacción (coordinación de las conductas individuales de todos los potenciales participantes en esos mercados) sean muy elevados. La comparación entre la liberalización de las telecomunicaciones y el mercado eléctrico es pertinente. Ha sido necesaria mucha menos regulación para crear un mercado de las telecomunicaciones que para crear un mercado eléctrico. Y los resultados en términos de bienestar del consumidor han sido mucho mayores en la liberalización de las telecomunicaciones que en la liberalización del mercado de la electricidad. Y esto es así porque la naturaleza del "producto" telecomunicación y del "producto" electricidad deben generar costes muy diferentes de transacción. Estas dificultades se trasladan al regulador que ha de diseñar el mercado correspondiente para que funcione como si fuera un mercado competitivo. Los errores serán tanto más frecuentes y con peores consecuencias cuanto mayor sea el grado de incertidumbre y la falta de información disponible por el que ha de diseñarlo. 

¿Es preferible una organización “socialista” de la producción, distribución y comercialización de la electricidad?


Algunos estarán tentados de responder afirmativamente y, de hecho la producción de electricidad en los países de mercado ha sido históricamente una actividad ampliamente estatalizada. El Estado decidía la construcción de una planta de producción de electricidad y el tipo de central (una central hidroeléctrica, de carbón o de gas o una central nuclear) calculaba los costes y establecía la remuneración del capital invertido. El Estado fijaba igualmente las tarifas y “redistribuía” los costes en función de finalidades sociales (pagar bien y jubilar pronto a los mineros asturianos y leoneses; asegurar a los canarios que ser isleños no les obligaría a pagar el mayor coste de producir electricidad en una isla) o políticas (desmontar la central nuclear de Lemoniz amenazada por el terrorismo). Un sistema así no generaba derechos subjetivos en los participantes, de manera que el Estado, o sea, los políticos podían modificar las reglas de juego, casi, a voluntad.

En todo caso, dado que los políticos no interferían demasiado en la regulación, el sistema no era tan ineficiente porque la competencia y la división del trabajo prometen pocas ganancias en la consecución del objetivo de maximizar la producción y, por tanto, pocas ganancias también desde el punto de vista de la satisfacción de los consumidores. Lo importante es que todos los que quieren electricidad la tengan. Como los “gustos” de los consumidores al respecto son igualmente homogéneos, una autoridad central podía gestionar la producción y la comercialización de manera más o menos eficiente. Con la información adecuada sobre los recursos energéticos del país y las fuentes más baratas de producción y de construcción de las redes para llevar a los hogares la electricidad, una autoridad única podía satisfacer a un coste razonable la necesidad de los particulares.

Recuérdese también que la competencia es un mecanismo para descubrir quien puede producir algo a menor coste. Dejando a los consumidores – gracias al mecanismo de los precios – elegir al proveedor, aquél que pueda producir y entregar el producto a menor coste será preferido por los consumidores y los productores de costes más elevados serán expulsados del mercado. Pero cuando se trata de producir un bien homogéneo y no hay por qué pensar que los costes de unos y otros productores son muy distintos, el mercado puede sustituirse por la planificación sin graves pérdidas de eficiencia. La centralización de las decisiones en alguien que tiene normalmente más información y que puede tomarlas sin necesidad de obtener el acuerdo de todos los afectados puede reducir los costes de gestión del sistema, asegurar que las inversiones se realizan y coordinar la actuación de todos los participantes.

El Estado tiene más información que los particulares al respecto (dónde hay que ampliar una red de distribución y dónde tiene sentido construir una línea con mayor o menor capacidad de  transporte; dónde construir una nueva central) y, sobre todo, tiene el poder para eliminar los obstáculos derivados de la necesidad de obtener los consentimientos de todos los afectados para ejecutar las obras necesarias. Recuérdese (Fukuyama) que uno de los tres elementos que configuran una Sociedad exitosa, junto a la democracia – accountability – y el imperio de la Ley es la existencia de un gobierno eficaz, esto es, un gobierno capaz de “hacer cosas” que no esté paralizado por un exceso de “vetos” dentro del sistema (vetos que pueden proceder de los jueces o de la división de poderes). No hay duda de que el Gobierno puede acelerar la construcción de centrales, de redes de distribución y tiene el poder y la capacidad de reducir mucho los costes de coordinación de los particulares y la fragmentación de derechos (piénsese en inversores, dueños de terrenos que han de ser expropiados, comunidades que van a soportar la contaminación generada por la central, titulares de derechos de pastos, ecologistas…) para conseguir “que se hagan las cosas”.

Las características de la electricidad como producto refuerzan las ventajas de un sistema eléctrico “socialista” respecto de uno de mercado. La electricidad no es almacenable, la demanda es muy poco elástica (un aumento de los precios no provoca una reducción significativa de la demanda), proporcionar electricidad es un deber de cualquier Estado mínimamente preocupado por el bienestar de sus ciudadanos; hay enormes economías de escala en la producción (hay países que obtienen su electricidad casi de una sola central o de unas pocas); las redes de transporte y distribución son monopolios naturales; el coste marginal de añadir nuevos consumidores a la red es despreciable…

Si un sistema “socialista” de organización del mercado eléctrico no era muy ineficiente.

¿Por qué en los años noventa del pasado siglo todos los países occidentales liberalizaron la producción de electricidad y encargaron a la competencia y al mercado la producción y comercialización?


Bueno, lo hicieron a medias. Como no tenía ningún sentido “encargar” a los particulares la distribución, esto es, el diseño y la construcción de las redes para llevar la electricidad desde las centrales hasta los hogares y fábricas, las redes de distribución siguieron en manos del Estado (alta tensión) o de una empresa monopolística (Red Eléctrica y, según las zonas, una empresa puramente privada cuyos costes y precios vienen regulados por el Estado). Lo que se puso en manos del mercado fue la producción de electricidad (la “generación”) y la comercialización (la venta al por menor de la electricidad a cada hogar o fábrica).

En estas dos actividades, la competencia podía jugar su benéfico papel de identificar a los que podían producir el producto o servicio a menor coste. Aquellas empresas que diseñaran las centrales eléctricas más eficientes en términos de consumo de combustible, tipo de combustible empleado, costes de construcción o mantenimiento… se convertirían en las ganadoras y permitirían a los consumidores recibir la electricidad al menor coste posible. Además, se favorece la innovación porque aquellos que logren producir, mediante nuevas técnicas o nuevos combustibles, a menor precio obtendrán una ventaja competitiva que expulsará del mercado las técnicas y combustibles menos eficientes. En el plano de la comercialización, las empresas que lograran minimizar los costes de “entregar” la electricidad a los hogares, calcular su consumo y facturarles por ello optimizando, en particular, las “entregas” en relación con las necesidades (hogares que solo están ocupados los fines de semana, por ejemplo) desplazarían de esa actividad a las menos eficientes. Pero aún ahí, los beneficios de la competencia no eran tan grandes, sobre todo porque las inversiones son muy a largo plazo y, por tanto, las señales que proporcionan los precios (débiles ya por la inelasticidad de la demanda a la que nos hemos referido) son poco efectivas. Mucho coste hundido.

Cuando el Estado español inició este proceso, allá por el año 1998, las cosas se revelaron menos sencillas de lo que parecían. Algunos países, como Francia, confiaban la producción de su electricidad a un sólo “combustible” (el nuclear). Otros tenían petróleo o gas a mansalva de manera que no había duda acerca de cómo serían sus centrales eléctricas. España no tenía ningún combustible fósil y era políticamente impensable pasarnos a la energía nuclear. Aunque los empresarios privados consideraran que la producción a base de uranio y plutonio era la forma más eficiente de producir electricidad en España, no podrían construir centrales nucleares. De manera que el Gobierno dejó en manos de los particulares la elección del tipo de central que debía construirse lo que llevó a construir, sobre todo, centrales de ciclo combinado – de gas –. La elección por parte de las empresas de este tipo de central era inevitable si se tiene en cuenta lo que hemos dicho sobre las centrales nucleares; que no había mucho más que hacer a base de dejar caer agua de los pantanos; que las energías renovables (sol y viento) estaban en pañales y que la creación de un mercado mundial de gas gracias a la licuefacción y regasificación prometía bajos precios a largo plazo para el gas.

En esto llegaron las renovables


Y las renovables no eran rentables, es decir, ningún empresario privado construiría centrales eólicas o solares porque el coste de producción era muy superior al precio que podía obtenerse por la electricidad producida en comparación con las centrales de gas o carbón a lo que había que añadir que, desde el punto de vista de la satisfacción de los consumidores, como la electricidad no se puede almacenar, estas fuentes de electricidad no garantizaban que los consumidores podrían disponer de ésta en cualquier momento: sin viento o sin sol, no hay electricidad. Pero, claro, había muchas razones para preferir esa producción a base de viento y sol a la producción a base de gas o carbón. La más importante, sin duda, las “externalidades” de ésta última en términos de contaminación. Esos costes que no se reflejan en los precios que pagan los consumidores por lo que había que poner en marcha un sistema que obligara a los productores contaminantes a “internalizar” el coste de la contaminación. Otra, derivada del carácter importado del gas y del carbón. Las renovables prometían puestos de trabajo y desarrollo tecnológico en el país. En fin, los costes variables de producir electricidad a base de viento o sol son insignificantes, de manera que las innovaciones tecnológicas permitían barruntar un futuro más o menos próximo donde el coste de producción de esta electricidad fuera inferior a la producida a base de combustibles fósiles.

El legislador – el Estado – se encontró, pues, en medio de una gran incertidumbre: ¿cómo podía garantizar a los consumidores electricidad a precios razonables (equivalentes al coste social de producir la electricidad) si distorsionaba los incentivos de los empresarios para producir electricidad? El Estado podía no hacer nada y dejar que cada empresario, individualmente, decidiera dónde producir y a base de qué combustible producir. Si hubiera hecho eso, no se habría construido ni un parque eólico o solar y hoy estarían cerradas todas las centrales de carbón y nuestra electricidad la estarían produciendo las centrales nucleares, las hidroeléctricas y las de ciclo combinado. Pero esta situación era, además de impracticable políticamente por la presión social – justificada económicamente – hacia las fuentes renovables, probablemente injusta en cuanto no veníamos de un punto cero. Las centrales hidroeléctricas y las nucleares llevaban muchos años construidas, las inversiones hechas en su día estaban amortizadas o casi amortizadas y calcular el rendimiento merecido por sus dueños no era nada fácil.

Así que el legislador se puso manos a la obra para diseñar un mercado eléctrico con dos objetivos en la cabeza: garantizar el abastecimiento de electricidad en una economía que empezaba a crecer rápidamente (lo que añadía incertidumbres sobre la demanda que cabía esperar) y hacerlo a los precios más bajos posibles. Para lograr ambos objetivos tenía que “prometer” a los que invirtieran en centrales eléctricas que obtendrían una rentabilidad razonable (de otro modo, nadie invertiría) y, a los consumidores, que tendrían electricidad, a demanda, y que la tendrían también a un precio razonable. Justo lo que se supone que logra, por sí solo, un mercado competitivo.

Asegurar que los que tuvieran costes más bajos serían los ganadores, se logró creando un mercado nacional de electricidad (ahora abarca España y Portugal) donde acudían los dueños de las centrales a ofrecer su producción. Como en cualquier mercado, cualquier vendedor podía vender su producto al “precio de mercado” que se determina por la última oferta necesaria para cubrir la demanda.  Como en todo mercado, el precio es único: todos los que ofertan su electricidad, independientemente de sus costes, reciben el mismo precio que ha de ser suficientemente elevado como para cubrir los costes de aquel dueño de una central cuya producción es necesaria para atender la demanda.

Es decir si el productor 1º ofrece 100 unidades de energía a 8;  el segundo 100 a 9 el tercero a  100 a 10 y los consumidores necesitan 300 unidades, los consumidores tendrán que pagar 10 por cada unidad de energía. Porque 10 es el precio “exigido” por el tercero para ofrecer su energía. Pero si los consumidores solo necesitan 200 unidades, entonces, el “sistema” no le comprará al tercero (su oferta no resultará “casada” en la jerga) y el primero y el segundo recibirán 9 por sus 200 unidades. De esta forma, los consumidores tienen siempre toda la energía que necesitan al precio más bajo posible. Cuando no había mercado, lo que se pagaba a cada productor lo determinaba el legislador haciendo un análisis de los costes que soportaba el productor. Es decir, es la diferencia del precio “justo” cuando hay o no hay mercado. Si hay mercado, el precio justo es el precio ofertado por el último productor necesario para cubrir la demanda. Ese es el precio de mercado. Si no hay mercado, el precio “justo” es el orientado a costes. Se le paga a cada uno según sus costes. Y para que no produzcan quienes tienen costes muy elevados, primero, el Estado le da un permiso para producir. Se supone que el Estado ha comprobado que los costes no serán muy elevados. Como ven, la planificación exige mucha información sobre los costes de producir de cada uno de los combustibles y centrales pero, dado que no había tantas tecnologías diferentes para producir electricidad, la información necesaria para remunerar a cada productor de acuerdo con sus costes y no incurrir en demasiadas ineficiencias (permitiendo producir a alguien cuyos costes eran disparatados) no era abrumadora. Un regulador experimentado podía gestionar el sistema más o menos razonablemente.

Hasta aquí, con la ayuda de unos buenos economistas e ingenieros, el legislador podía diseñar un mercado – artificialmente – como el que resultaría de la libre interacción de oferentes y demandantes de cualquier otro producto. Los productores de patatas llevan su producto al mercado y lo ofrecen allí. Los compradores pagan un precio – todos el mismo – que equivale a los costes del último agricultor cuya producción es necesaria para satisfacer la demanda.

Los problemas empezaban entonces. La electricidad no son patatas. La electricidad no se puede almacenar, por lo que la producción y el consumo de electricidad deben igualarse segundo a segundo. Hay centrales que producen a demanda – las de gas – y otras que no pueden “apagarse” – las nucleares – y otras, en fin, que sólo producen cuando hay “combustible” como las solares o eólicas cuando hace sol o sopla el viento. La demanda es muy variable. La gente consume menos electricidad por la noche o el fin de semana que entre semana y en las horas centrales del día etc; había que incentivar la construcción de centrales renovables para reducir la contaminación y la dependencia de las importaciones; había que mantener abiertas las minas de carbón en territorio nacional para evitar huelgas y manifestaciones; había que recalcular la retribución merecida por todos aquellos que habían empezado a producir mucho antes de que se creara el mercado eléctrico; había que determinar cómo se remuneraba a los que tenían centrales “preparadas” para entrar a producir cuando fuera necesario para atender un pico de demanda aunque lo ventajoso para ellos sería tenerlas apagadas; había que determinar cómo se calculaba el coste de contaminar para que el precio de la electricidad producida por esas centrales contaminantes reflejara todos sus costes y no solo los del combustible y la operación y mantenimiento; había que determinar, además, cuánto debían cobrar los dueños de las redes de distribución por transportar la electricidad hasta los hogares. Y, además, determinar quién podía exigir que engancharan su central a la red, dónde y a qué precio. Y, se anunciaba ya, cada vez habría mas gente produciendo electricidad (autoconsumo) que debería poder acceder a la red en la medida en que el productor no la consumiera. Además, dado que el transporte y la distribución de electricidad (por oposición a la producción/generación y a la comercialización) tienen características de monopolio natural, era necesario separar las correspondientes actividades que se venían realizando de manera integral por las mismas empresas, lo que introdujo una complicación fenomenal en la organización interna de las empresas y en las relaciones con los clientes finales que reciben una única factura que incluye la remuneración de cada una de estas "tareas" lo que eleva y mucho los costes de información de los consumidores hasta el punto de que la factura de la luz es un documento cuya comprensión requiere de un nivel de expertise jurídico-económica incomparable y, por tanto, unos costes de gestión de las relaciones con los clientes para las empresas y unos riesgos de explotación de los consumidores por parte de las empresas también muy grandes. Añádanse las peculiaridades de las islas; los problemas con los países que nos suministran gas; las decisiones sobre los residuos nucleares y un futuro en el que las innovaciones disruptivas no son descartables y se comprenderá la magnitud de la tarea a la que se enfrentaba el legislador. Cuando se ponen en la balanza los beneficios de la liberalización de un mercado, todos estos costes deben ponerse en el otro lado y, si pudiéramos calcularlos, es posible que la opción por un sistema centralizado de producción y comercialización de la electricidad fuera preferible. 

El desafío mayor para el legislador era, sin duda, el de las renovables, por las enormes incertidumbres que la rodeaban. Los distintos Estados utilizaron distintos mecanismos para hacer frente a tales incertidumbres: “certificados verdes” (un porcentaje de la producción total debía tener su origen en fuentes renovables y, por tanto, los productores de fuentes renovables podían vender esos certificados a los dueños de instalaciones contaminantes) pero, sobre todo, “primas a la producción” (pagos extra por la electricidad de origen renovable). O sea que, en lo que hace a las renovables, el mercado tampoco se había liberalizado.

Con todas estas dificultades, era una tarea de genios diseñar un sistema razonablemente eficiente. Y, claro, los reguladores españoles no eran unos genios benevolentes libres de intereses y a los que los grupos de presión dejaran trabajar tranquilos. Los intereses electorales de los políticos eran muy relevantes. Como todos los votantes son consumidores de electricidad y España es un país con inflación histórica elevada, (el petróleo y el gas no se podían pagar en pesetas, había que pagarlo en divisas, de manera que la devaluación de la peseta se traducía sistemáticamente en un encarecimiento para los consumidores de la factura de electricidad) no cabía esperar ni que acertasen al calcular todos esos costes y, por consiguiente, a fijar precios para la electricidad que los cubrieran, ni a modificar esos precios para asegurar que, a lo largo de un ciclo de unos pocos años, todos los costes de producir y distribuir la electricidad estuvieran cubiertos por los precios pagados por los consumidores. El mejor de los mundos para el político es el infierno para los que querían un mercado eficiente. Los políticos tenían incentivos, por un lado, para promover la construcción de centrales, especialmente renovables, por las razones que hemos señalado más arriba y, por otro, para retrasar el reflejo de los mayores costes en los precios de la electricidad. Soñando con incrementos constantes de la eficiencia se podía posponer la subida de precios renunciando, eso sí, a bajar esos precios cuando esas eficiencias se hubieran reflejado en costes sustancialmente más bajos. Lo mismo que cuando sacaron a bolsa a Bankia. ¡esperemos que el futuro sea brillante!

Además, no todos los consumidores eran iguales. La política económica obligaba a favorecer a los consumidores industriales para que sus productos pudieran ser vendidos en los mercados extranjeros a precios competitivos. El precio de la electricidad se ha convertido en una cuestión decisiva en las decisiones de inversión de muchas empresas industriales. Por ejemplo, los servidores que almacenan toda la información disponible en internet consumen grandes cantidades de electricidad cuyo precio resulta decisivo para instalarlos en Colombia (electricidad hidráulica a discreción) o en Finlandia (bajas temperaturas que reducen las necesidades de refrigeración). Y los productores nacionales de productos exportables como el aluminio o los azulejos consumen mucha electricidad y, por tanto, se encuentran con una desventaja competitiva si han de competir en el mercado de sus productos – el del aluminio o el de los azulejos – con productores que obtienen la electricidad a muy bajo precio.

El resultado es que el mercado eléctrico no ha funcionado, ni de lejos, como un mercado liberalizado. Comparado con lo que suele compararse – las telecomunicaciones – el mercado eléctrico no merece tal nombre. Los consumidores pagan, en su mayoría, precios regulados y los precios “libres” apenas se separan de los regulados. Los oferentes reciben, en su mayor parte, precios regulados por su actividad y, lo que es peor, el sistema de precios no ha ofrecido señales a los productores suficientemente informativas como para orientar sus decisiones de producción. Por dos razones: las inversiones en centrales son cuantiosas y de largo plazo, por lo que las variaciones de los precios no permiten a los productores entrar (cuando suben los precios) o salir (cuando bajan) del mercado (no pueden construir o desmontar una central eléctrica cada seis meses) y, según el combustible, el nivel de producción no depende del precio de mercado (nucleares, por ejemplo y, en menor medida, centrales de carbón).

Como ha dicho Heath en otro contexto, cuando se produjo la privatización, "cost-benefit analyses were often made on the basis of average prices, with surprisingly little attention paid to the disutility for consumers generated by price volatility"The way that state monopolies level the peaks of these price shocks is essentially an insurance function, yet its value was not calculated as one of the efficiency gains associated with that mode of supply.

(eso es muy interesante para explicar por qué tenemos que tenerle mucho más miedo a un monopolista privado real o potencial que a uno público. Piensen en el "price surge" de Uber).

En estas circunstancias, lo que era de esperar que ocurriese, acabó ocurriendo.

El “sistema eléctrico” empezó a estar sobreendeudado


Para entender las comillas que hemos puesto al “sistema eléctrico” debemos explicar que, a diferencia de un mercado libre o de un sistema en el que el Estado retiene el monopolio de la producción de un bien o servicio, el caso de la electricidad es peculiar. Por ejemplo, descartemos los escasos aeropuertos privados que hay en España. Los aeropuertos españoles son de AENA. Hay una empresa pública que es la titular de todos los aeropuertos. Las compañías aéreas y los viajeros se relacionan entre sí en lo que al uso de los aeropuertos se refiere, no con AENA. Las compañías aéreas tienen una relación directa con AENA. Las compañías aéreas pagan unas tasas a AENA por utilizar los aeropuertos de ésta y la cargan en los billetes que venden a los viajeros. Pero AENA sabe quiénes son sus deudores y sus acreedores y éstos quién su acreedor o deudor. Si AENA no obtiene suficientes ingresos para cubrir sus costes de capital – construir los aeropuertos – y de operación y mantenimiento de los aeropuertos no puede ir a las compañías aéreas y contárselo y cobrarles lo que haga falta para mantener abierto el aeropuerto de León, donde nadie quiere ir. Si AENA lo intenta, las compañías aéreas reducirán su actividad en España y, en su caso, se dirigirán a la Comisión Europea pidiéndole que le abra un expediente sancionador a AENA por cobrar precios abusivos aprovechando su condición de monopolista. Si los políticos deciden que AENA debe abrir y operar un aeropuerto en Lérida o en Logroño que son una ruina, los contribuyentes – nuevamente con el límite en la prohibición de ayudas estatales – tendrán que pagar los costes de mantenerlo abierto. El mercado aeroportuario español tiene un monopolista en el lado de la oferta y muchos demandantes dispersos (las compañías aéreas).

El “sistema” eléctrico no funciona así. No hay un nodo entre productores, distribuidores y comercializadores por un lado y consumidores por otro que, al modo de la persona jurídica en la teoría de la empresa, evite que cada productor y cada consumidor tenga que relacionarse a través de un contrato. Aunque el mercado se ha liberalizado de modo que los grandes consumidores pueden celebrar contratos con los productores (contratos bilaterales) fuera del mercado centralizado que hemos descrito más arriba, los precios de éste determinan los precios de estos contratos bilaterales. Simplemente, las características del producto y la homogeneidad de los costes de producción, la inelasticidad de la demanda y las características de las “fábricas” de electricidad impiden que haya reducciones de costes y que las reducciones de costes se trasladen a los precios.

Al no haber un nodo, corresponde al legislador y al regulador coordinar a todos los participantes en el mercado y le corresponde hacerlo a través de la legislación y la regulación administrativa. Un organismo – la Comisión Nacional de la Energía y la CNMC ahora – actuaba como “tesorero”: recibía (parte de) los ingresos de los consumidores y los entregaba a los productores y distribuidores a través de un sistema de pagos por compensación y liquidaciones periódicas. 

Pues bien, la legislación no consiguió que los pagos que los consumidores hacían al “sistema” fueran suficientes para cubrir todos los costes del mismo, es decir, para “cumplir” las promesas (¡hechas por el sistema, no por cada uno de los consumidores individualmente como parte de obligaciones asumidas en un contrato entre dos particulares!) hechas en la legislación y regulación administrativa a todos los productores y distribuidores.

Los ingresos del “sistema” formados por todo lo que pagan los consumidores eran crónicamente insuficientes para cubrir los costes. Recuérdese que los ingresos y los costes no los decide el mercado. Si los decidiera el mercado, el legislador podría respirar tranquilo y limitarse a utilizar los precios de mercado para fijar las tarifas que habrían de pagar los consumidores. Pero ya hemos visto que los precios de mercado no eran “buenos” prescriptores de lo que debían hacer los oferentes y los demandantes.

Y hubo un momento que quedó claro que las promesas hechas a acreedores (los que construían centrales y las operaban en forma de precios suficientemente altos de la electricidad para cubrir sus costes de capital y gastos de explotación) y a los deudores del sistema (los consumidores a los que se les prometió que, como había ocurrido en el mercado de las telecomunicaciones, la liberalización llevaría a precios más bajos para la electricidad)  no podían cumplirse. Con una agravante que, a diferencia de lo que ocurría bajo el sistema de planificación, el legislador y la Administración Pública habían hecho promesas a largo plazo a los participantes en el sistema o, mejor dicho, había reconocido derechos subjetivos a los inversores.

El Estado se encontró entre la espada y la pared: el sistema eléctrico estaba en quiebra: no generaba ingresos suficientes para cubrir sus costes y muchas de las promesas hechas a los acreedores del sistema – a los que invirtieron en construir centrales solares, eólicas o de ciclo combinado – habían generado los correspondientes derechos subjetivos tutelados constitucionalmente por el reconocimiento del derecho de propiedad. Los pleitos se han sucedido y muchos de ellos han tomado la forma de arbitraje internacional ya que los inversores no confían en que los jueces españoles les den la razón. El arbitraje internacional no es garantía de nada y ha sido frecuentemente denunciado como sesgado en perjuicio de los Estados.

En esos pleitos lo que debería discutirse es si la “promesa” hecha por el Estado español al promulgar las normas sobre renovables, por ejemplo, constituía una promesa incondicionada a los inversores en el sentido de que se les garantizarían los rendimientos que tenían derecho a esperar si hacían las inversiones tal y como el Gobierno había dicho. En otros términos, hay que determinar si la promesa del legislador – “os daré una rentabilidad razonable” – es la única en la que pudieron confiar legítimamente los inversores o si la promesa del autor de los reglamentos – os mantendré una prima sobre el precio de mercado durante toda la vida útil de la instalación – prevalece. En definitiva, ¿son estas “promesas incondicionadas” como la de Draghi sobre el euro?
Yo, Gobierno español, subiré las tarifas todo lo que sea necesario para cumplir las promesas que he hecho a los acreedores del sistema eléctrico
La reforma bancaria ha dejado claro que la promesa implícita (“no dejaré caer ningún banco”; “ningún acreedor de un banco se quedará sin cobrar”) no era una promesa jurídicamente vinculante. Es más, tras la reforma bancaria, la promesa explícita es, justamente, la contraria: si un banco tiene problemas, el Estado no pondrá ni un duro de los contribuyentes (y punto, si el banco no es “sistémico”) antes de que se haya hecho pasar por caja a todos los acreedores del banco (salvo los depositantes y en los términos de la garantía del Fondo de Garantía de Depósitos) y todos los bancos sistémicos deberán preparar un testamento en el que expliquen cómo pueden ser liquidados sin tener que poner dinero público si las cosas vienen mal dadas.

Los Estados solo hacen una promesa absoluta e incondicionada en relación con unos acreedores muy particulares: los que adquieren la deuda pública. Por eso, la promesa se incluye en la Constitución (art. 135.3 II).
Los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública de las Administraciones se entenderán siempre incluidos en el estado de gastos de sus presupuestos y su pago gozará de prioridad absoluta. Estos créditos no podrán ser objeto de enmienda o modificación, mientras se ajusten a las condiciones de la ley de emisión.
La coletilla final se explica porque, como otros Estados no quieren tener que rescatarnos, nos obligan a incluir en las emisiones de deuda pública una cláusula de restructuración, también llamada cláusula de “acción colectiva” que permite al Estado pactar quitas o esperas de su deuda pública con una mayoría de sus acreedores.

El Gobierno actual se ha visto obligado, pues, a poner en marcha un “procedimiento concursal” para reestructurar el sistema eléctrico y sacarlo de la insolvencia. En una entrada anterior justificábamos esa afirmación. Ahora queremos adelantar los argumentos que podrían darse, en uno de esos múltiples laudos internacionales, para justificar bien la desestimación de la demanda, bien la condena al Estado español.

Aceptemos que los inversores en el sistema eléctrico español no tienen un derecho incondicionado y absoluto a recibir la remuneración por sus inversiones que podían esperar razonablemente cuando hicieron la inversión de acuerdo con el régimen jurídico – la regulación – vigente en el momento en el que la hicieron. Los juristas de Derecho Público llevan – casi – siglos ocupándose de la cuestión cuando examinan, como hace muy bien Huergo en esta entrada, si hay responsabilidad del Estado por las modificaciones de ese régimen regulatorio en cuya estabilidad “confiaron” los inversores.

En realidad, desde esta perspectiva, el riesgo regulatorio no es mas que una forma de insolvencia del deudor porque si el legislador cambia la regulación es porque los deudores del sistema - los consumidores – no “pueden” pagar más. El Estado es un agente de los consumidores y, teóricamente, podría explotar a los consumidores y obligarles a pagar tarifas que fueran necesarias para que todos los inversores pudieran recibir la remuneración con la que contaron al hacer sus inversiones. Pero, desde la civilización mesopotámica, los reyes han dictado jubileos periódicos y han liberado a sus súbditos de la obligación de pagar sus deudas. Naturalmente, los reyes más proclives a proclamar jubileos debieron disfrutar de un menor nivel de crédito en sus reinos y, del mismo modo, los legisladores nacionales que cambian de forma sustancial y frecuente el régimen jurídico aplicable a sus inversiones sufrirán en forma de menos inversiones de las que podrían recibir sus reinos.

Los juristas han ido diseñando procedimientos concursales casi desde los albores de la civilización y su variedad ha crecido conforme las características de las deudas o de los deudores o de los acreedores ha ido variando. Los particulares tenían los incentivos para llegar a acuerdos privados cuando los costes de transacción no eran muy elevados. Pero la pluralidad y heterogeneidad de intereses de los acreedores hacen muy costoso el acuerdo por lo que la intervención del legislador proporcionando un marco en el que los acreedores puedan negociar a bajo coste y se impidan las conductas oportunistas por parte de acreedores individuales resulta una aportación imprescindible de cualquier Estado mínimamente avanzado. Como, normalmente, los deudores eran los pobres y los acreedores los ricos, en el mundo antiguo, los jubileos iban asociados a las necesidades militares: los acreedores prometían el perdón de las deudas cada vez que había que formar un ejército para defender la patria o atacar a cualquiera. Que luego cumplieran tal promesa dependía del resultado de la guerra y de si los deudores se mantenían organizados como lo habían estado militarmente durante la campaña. Cuando son los reyes o los Estados los que no pueden pagar sus deudas, de nuevo, hay que inventar el mundo porque el deudor es legibus solutus, de manera que hay que actuar en el “estado de naturaleza” donde la fuerza bruta es el único lenguaje.

Por tanto, el escrutinio de las reformas legislativas del sector eléctrico por las que el legislador impone “quitas y esperas”, o sea, reduce la remuneración a los productores de electricidad como ha hecho con las centrales renovables (huertos solares, eólicas…) o a los transportistas y distribuidores (los “peajes”) debe realizarse desde la consideración de si el legislador se ha comportado como lo haría un rajá bondadoso de Bengala (y no como se portó la Compañía de las Indias Orientales que obligó a los pobres bengalíes a pagar sus deudas e impuestos aunque eso supusiera matarlos de hambre) que reestructura los ingresos y pagos del sistema de forma racional, no discriminatoria y proporcionada. En otros términos, al legislador le está vedado comportarse de forma oportunista.

Y los incentivos para serlo, los tiene. Es verdad que el Estado no es el deudor de la electricidad. De manera que, en principio, está en una buena posición para “reorganizar” los créditos y deudas del sistema. Pero el cálculo electoral puede llevarle a poner toda la carga de la insolvencia sobre los acreedores – para no “molestar” a los consumidores de electricidad que representan un número de votos mayor – o puede llevarle a distribuir las cargas de la reestructuración de forma injusta, haciendo pagar más o cobrar menos a los que tienen menos capacidad de presión política (¿los inversores financieros en renovables vs las grandes empresas verticalmente integradas?).

La Sentencia del Tribunal Supremo de 16 de marzo de 2015


La Sentencia de 16 de marzo de 2015 del Tribunal Supremo se ha ocupado de los problemas que plantean estos cambios regulatorios desde la perspectiva del respeto de los derechos de los acreedores del sistema y los de los deudores – los consumidores de electricidad. En el recurso se impugnaba una Orden Ministerial (Orden IET/221/2013, de 14 de febrero, por la que se establecen los peajes de acceso a partir de 1 de enero de 2013 y las tarifas y primas de las instalaciones del régimen especial) que modificaba lo que los titulares de centrales renovables iban a cobrar sí o sí del sistema. El cambio respecto de la regulación previa consistía en que, para ir adaptando anualmente la cuantía de las primas que hemos explicado más arriba, el legislador (a través de un RD-Ley) y la Administración sustituían el IPC (las primas subirían cada año lo que subiera el IPC) por el IPC subyacente, esto es, excluidos los productos petrolíferos y los alimentos no elaborados.

Los demandantes alegan, en primer lugar, que el RD-Ley que articuló la reforma eléctrica es inconstitucional por atentar contra la seguridad jurídica y la prohibición de retroactividad de disposiciones desfavorables. El Supremo dice
A juicio de esta Sala, la sustitución de un índice "tradicional" (el IPC) por otro de nuevo cuño, tal como se lleva a cabo por virtud del Real Decreto-ley 2/2013, no presenta objeciones de inconstitucionalidad, por razones de fondo, que requieran el planteamiento de la cuestión. Dentro de su amplia capacidad de configuración normativa, y en una materia íntimamente ligada a la evolución de los datos macroeconómicos y a la propia política económica, el legislador -por lo que aquí respecta, el legislador de urgencia- puede considerar conveniente que la actualización periódica (anual) de las retribuciones de una actividad cuyos parámetros son dependientes de la propia regulación estatal se haga mediante un índice que no esté acoplado a la inflación en general sino a otro vinculado a la evolución de algunos de sus componentes.
Y afirma que esta “capacidad de configuración” la utiliza el legislador en otros ámbitos. Lo curioso es los ámbitos a los que se refiere el Tribunal Supremo: las pensiones. La revalorización de las pensiones, dice, se hace conforme a índices de evolución de los precios que han ido variando con el tiempo. Lo mismo ocurre con los contratos del Estado y, añade, esta es una tendencia que responde a un objetivo de política económica muy importante: “desindexar” la Economía española, es decir, evitar que todos los precios suban o bajen en función de lo que lo haga la inflación. La conexión entre inflación y salarios, especialmente, ha provocado pérdidas de competitividad de la economía española y, una vez que no tenemos la peseta, deshacer esa conexión es una medida imprescindible.

Con ello despacha la constitucionalidad del RD-Ley para el futuro. Pero los demandantes atacan también la aplicación retroactiva (para el año 2013) del nuevo índice de revalorización. Y aquí, el recurrente acusa al RD-Ley de contrario al Derecho Europeo, en particular al "principio de seguridad jurídica, que tiene por corolario el principio de protección de la confianza legítima"
En cuanto a la posibilidad de invocar el principio de protección de la confianza legítima, sigue afirmando el Tribunal de Justicia en su sentencia de 10 de septiembre de 2009, "[...] está abierta a todo operador económico en relación con el cual una autoridad nacional haya infundido fundadas esperanzas. No obstante, cuando un operador económico prudente y diligente puede prever la adopción de una medida que pueda afectar a sus intereses, no puede invocar tal principio si se adopta esa medida. Además, los agentes económicos no pueden confiar legítimamente en que se mantenga una situación existente que puede ser modificada en el ejercicio de la facultad discrecional de las autoridades nacionales".
Y un operador prudente y diligente tenía que haber contado, a la luz del déficit de tarifa y de las “advertencias” de la Comisión Nacional de Energía sobre lo irracional de vincular las primas a la evolución del IPC
Un "operador económico prudente y diligente" no podía, pues, sentirse sorprendido por la adopción, en el año 2013, de una medida de este género, tanto menos cuanto que ni aquella era imprevisible, antes al contrario había sido ya sugerida por el regulador energético, ni -en palabras de la sentencia del Tribunal de Justicia antes citada- "los agentes económicos pueden confiar legítimamente en que se mantenga una situación existente que puede ser modificada en el ejercicio de la facultad discrecional de las autoridades nacionales". En un escenario de crisis generalizada, como era el de España a finales del año 2012 y principios del año 2013, modificaciones análogas en los índices de actualización de valores económicos fueron llevadas a cabo en éste y en otros sectores de la vida económica. En fin, la aplicación del principio de confianza legítima sin duda relativizada cuando, por utilizar de nuevo los términos de la misma sentencia del Tribunal de Justicia, con las nuevas medidas -restrictivas de la situación favorable precedente- se trata de "poner fin a la sobrecompensación" que pudiera existir previamente. Pues bien, entre las consideraciones justificativas del Real Decreto-ley 2/2013, figura, a tenor de su preámbulo, el objetivo de evitar la "sobre-retribución" de determinadas instalaciones de régimen especial, pudiendo también producirse ésta si se mantuviera inalterada una determinada metodología de actualización ligada a la evolución del IPC en virtud de la cual, por ejemplo, el incremento de un tributo provoca, a su vez, incrementos en las retribuciones reguladas cuyos costes no están directamente relacionados con la imposición directa sobre el consumo.
En cuanto a la inconstitucionalidad, el Supremo se remite a su doctrina reiterada en numerosas sentencias según la cual, el Gobierno puede modificar las primas y remuneraciones a las empresas del sector, aunque hubiera prometido no hacerlo en un Real Decreto, si la nueva remuneración garantiza al inversor una “rentabilidad razonable” que es el concepto que utiliza la Ley del Sector Eléctrico. Y, autocitándose dice
La realidad de estos sistemas regulatorios complejos hace totalmente inviable la pretensión de que los elementos más favorables estén investidos de una permanencia o inalterabilidad en el tiempo so riesgo de vulneración de los principios invocados. Antes al contrario, la protección de los intereses generales obliga a los poderes públicos en defensa de los mismos, a ir adaptando la regulación a la cambiante realidad económica"
En cuanto a la irretroactividad, el Supremo ya había descartado que pudiera hablarse de tal porque una norma cambiase la retribución futura de las centrales. No la hay – viene diciendo insistentemente el Supremo porque una norma "se aplique a los efectos futuros de situaciones nacidas al amparo de la normativa anterior". Es discutible porque fue al amparo de la norma anterior bajo el que se hicieron las inversiones en la construcción de las centrales, de manera que un inversor racional, al calcular el rendimiento esperado de su inversión habría de atender a la remuneración prometida en ese momento. Pero, si tenemos en cuenta el análisis realizado hasta aquí se comprenderá que garantizar la confianza del inversor en el rendimiento de las inversiones realizadas ¡a más de 30 años vista! constituiría una ponderación muy poco equilibrada de los intereses afectados. De nuevo, la “promesa” contenida en la regulación a los inversores no es una promesa incondicionada y absoluta porque el que “promete” no es el deudor. Es un agente – el Estado regulador – de los intereses de los consumidores y los intereses de éstos (a no ver aumentado el precio de la electricidad en la cuantía que sea menester para garantizar el cumplimiento de esas promesas de forma absoluta e incondicionada) no pueden verse desatendidos puesto que ellos no participan en la “negociación” con los que realizan inversiones dirigidas a la producción de electricidad.

En el caso concreto, se ocupa de un problema de retroactividad en sentido estricto, porque la nueva normativa se aplicaba a hechos ya producidos cuando se pone en vigor la nueva norma, en concreto, al cálculo de las retribuciones correspondientes al año 2013 (de uno de enero a dos de febrero de 2013 que es la fecha de entrada en vigor del RD-Ley 2/2013). Ni siquiera respecto de este reducido período temporal el Supremo da la razón al recurrente porque entiende que no se había producido ninguna liquidación a 2 de febrero y, por tanto, que el recurrente no tenía un derecho consolidado a que ésta se hiciera conforme al régimen previgente que tenía una vigencia limitada expresamente en la norma al año 2012 (las tarifas se determinan anualmente).
Los titulares de las instalaciones de generación de energía eléctrica en régimen especial tenían la expectativa -conforme al artículo 44 del Real Decreto 661/2007- de que en el año 2013 se produciría una revalorización de aquellas tarifas y primas, pero no aún el derecho a percibir la actualización en un determinado porcentaje, derecho que sólo se concreta a partir de la aprobación de la Orden (trimestral, semestral o anual) de peajes y tarifas para cada uno de los sucesivos períodos del año, en este caso del 2013.
El voto particular limita su discrepancia a que se tratara de meras “expectativas” sobre la base de que
Entiendo que esa vocación retroactiva de la norma afecta no sólo a meras expectativas sino a derechos ya consolidados, pues de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 24 de la Ley 54/1997, de 27 de noviembre, del Sector Eléctrico, la contratación se perfecciona "...cuando se haya producido el suministro de energía eléctrica"; de manera que, por lo que se refiere al suministro realizado durante el mes de enero y los primeros días de febrero de 2013 existía un derecho consolidado a la correspondiente contraprestación que debería ser cuantificada (liquidada) con arreglo al régimen normativo vigente en ese período

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