lunes, 30 de marzo de 2015

Causalidad, Moralidad y Democracia

“In proportion as any man’s course of life is governed by accident, we always find that he increases in superstition”, David Hume


Los Derechos Penales más respetuosos con los derechos de los delincuentes suelen ser los de los países – digamos – ilustrados, no los de los países más religiosos, ni los de los países más democráticos. La comparación entre el Derecho Penal de un país del occidente europeo con el Derecho Penal de la mayoría de los países musulmanes o con el de los Estados Unidos de América es suficiente prueba. Aunque el de Estados Unidos es, quizá, más garantista en lo que al procedimiento se refiere, no lo es en cuanto al contenido de las conductas que se consideran merecedoras de reproche penal.  El Derecho Penal moderno, en Europa, es producto de la Ilustración (Beccaria fue un miembro destacado de la Ilustración), no de la Religión ni de la voluntad del pueblo acerca de las conductas que merecen los castigos más severos.

Shermer explica que la caza de brujas se debe a una creencia errónea sobre la teoría de la causalidad: los que cazaban brujas creían que las mujeres asesinadas de forma terrible (quemadas vivas, por ejemplo) eran las causantes del mal, de la enfermedad o de la muerte. Y explica cómo el Duque de Brunswick consiguió convencer a dos jesuitas de la irracionalidad y del gran daño que esta práctica causaba
El jesuita Friedrich von Spee (1591-1635) se convirtió en un fiero opositor de los juicios por brujería en 1630, cuando el ilustrado duque de Brunswick los llevó a él y a otro sacerdote jesuita a una cámara de tortura donde se encontraba una mujer atada al potro y que estaba siendo torturada por bruja y por la salvación de su alma. El noble alemán preguntó a los jesuitas si podían decir, en conciencia, que la Santa Inquisición estaba cumpliendo con los mandatos divinos. Cuando los jesuitas respondieron enérgicamente de modo afirmativo, el Duque pidió a la pobre mujer que estaba siendo torturada que los mirara con atención y le dijo: “Creo que estos dos son también brujos” al tiempo que indicaba al verdugo que diera otra vuelta a la rueda que descoyuntaba los huesos de la mujer. La mujer empezó a gritar y acusó a los píos sacerdotes de ser agentes de Satanás; dijo haberlos visto copulando con súcubos y serpientes y haber devorado con ellos un bebé en el último akelarre.
Von Spee escribiría más tarde un libro contra los métodos de la Inquisición (Cautio Criminalis) donde se leía
“A menudo he pensado que la única razón por la que no somos todos brujos es porque no hemos sido torturados. Y hay algo de verdad en la afirmación de aquel Inquisidor que presumía de que si dejara en sus manos al mismísimo Papa, le haría confesar que había cometido actos de brujería”.

Para empezar, esta mujer, a diferencia de las brujas podía haber evitado su muerte simplemente absteniéndose de la conducta sancionada, es decir, no quemando el Corán. ¿Por qué lo hizo? Porque, probablemente, estaba loca, lo que hace aún más terrible e injustificado el castigo a los ojos de los miembros de una sociedad ilustrada como la de los europeo-occidentales. Pero su asesinato a manos de la turba no se explica por una concepción errónea (acientífica) de la relación de causalidad: ella no había causado ningún mal a los otros miembros de la sociedad, ni real ni supuesto. Ningún mal había acaecido a la Sociedad que los del turbante atribuyeran causalmente a la conducta de la pobre señora. Su conducta era mala per se: había hecho algo que estaba mal y quemar un ejemplar del Corán está mal per se, sin que pueda encontrarse una razón que justifique su prohibición. La quema de un Corán no daña físicamente a nadie ni le priva de ninguna propiedad de algo a nadie (supongo que si hay algo en exceso en Afganistán son ejemplares del Corán). Por tanto cuando una prohibición de una conducta se refuerza como un mandato religioso, la irracionalidad de la sanción se solidifica y resulta más difícil de modificar o suprimir. Y, lo que es peor, ya no se necesita ninguna relación entre un daño que alguien sufre y la conducta castigada que se castiga, precisamente, por su carácter dañoso.

Cuando los europeos comprendieron que no había relación de causalidad entre el daño y la conducta de las presuntas brujas, la caza de brujas desaparece. Por el contrario, si la conducta se prohíbe con independencia de su carácter dañoso, la prohibición y el castigo se mantendrán aunque esa sociedad abrace el pensamiento científico mientras la religión siga dictando las reglas de comportamiento. Porque la infracción de los mandatos religiosos causa un “daño” en sentido figurado y es que el pecado es una rebelión contra Dios, de manera que todo el pueblo resulta dañado por el pecado cometido por cualquiera de sus miembros. La consecuencia es, pues, que el refuerzo de las prohibiciones con un mandato religioso – calificar las conductas delictivas como pecados – impide el avance moral del Derecho Penal que podría resultar de la comprensión racional de las relaciones de causalidad.

Dice Shermer que la conclusión bondadosa respecto de los religiosos implicados en las tareas de la Inquisición es que, simplemente, estaban equivocados, que “sostenían una teoría errónea de la causalidad” y que, efectivamente, la desaparición de la caza de brujas en Europa se debió a la extensión de las teorías de Newton: todos los fenómenos naturales tienen causas naturales y se rigen por leyes de la naturaleza que son generales, inmutables y que pueden ser conocidas y explicadas.

Cita a Keith Thomas (“The Decline of Magic” en “Religion and the Decline of Magic. Studies in popular beliefs in sixteenth and seventeenth Century England”), quien expresó esta idea de que los clientes de los hechiceros pueden cambiar de hechicero cuando no obtiene los resultados esperados, pero no cambian, necesariamente, de sistema de creencias. Que la magia no funcionase no resquebrajaba las creencias de la gente mientras no hubiera una explicación alternativa de los fenómenos más convincente y esa explicación no empezó a estar disponible hasta que se produce la revolución científica que tiene lugar en Europa en los siglos XVII y XVIII y que tiene su máximo exponente en Newton (aunque tonteó con la alquimia):
“la idea de que el Universo estaba sujeto a leyes naturales inmutables acabó con la idea de milagros, debilitó la creencia en que la oración podía tener efectos físicos y disminuyó la fe en la posibilidad de la inspiración divina directa…”
De acuerdo con esta interpretación
“la causa más importante por la que el ser humano recurre a la magia es la carencia del conocimiento técnico o empírico para enfrentarse a los problemas cotidianos”
La magia domina cuando el control sobre el entorno es débil (Wilson). Cuando las técnicas apropiadas aparecen, la magia deviene superflua y se abandona. Solo mantiene su atractivo para aquellos problemas para los que los seres humanos carecen de una solución adecuada. Es la Ciencia y la Tecnología la que hacen redundante la magia: cuanto mayor es el control de su entorno por parte del ser humano, menor el recurso a la magia”.

Pero Thomas sostiene que la Revolución científica no es suficiente explicación para la decadencia de lo mágico: “hay demasiados racionalistas antes de esa revolución y demasiados creyentes en lo sobrenatural después, para que esta explicación sea suficiente”. La difusión de la información tuvo también un papel importante y, en general, la vida devino menos incierta del siglo XVII en adelante por la desaparición de las pestes – en Inglaterra –, la extensión de la alfabetización, de la prensa y del comercio que aumentaron y mucho los niveles de prevención de las desgracias y aseguramiento que la Sociedad podía prestar a sus miembros, empezando por los incendios de las casas siguiendo por el naufragio de los barcos y acabando en la protección frente a la enfermedad y el infortunio con la extensión de los seguros de personas. En general, la extensión del método científico desde la Naturaleza a la Sociedad – la gran obra de la Ilustración – fue la influencia intelectual más importante para explicar la decadencia de la superstición, la magia y, en último extremo, la Religión. Thomas se refiere a los avances en matemáticas y estadística (la teoría de la probabilidad, de gran interés para la industria del seguro) que permitieron predecir el número de accidentes:
fue este sentido estadístico en auge o la conciencia de la existencia de patrones en una conducta aparentemente aleatoria lo que permitió abandonar las especulaciones que se hacían hasta entonces sobre las causas de la buena o mala suerte”.
Añade Thomas que la decadencia de la magia no se explica sólo por la aparición de soluciones técnicas a los problemas individuales y sociales a cuya “solución” servía: fue el abandono de la magia lo que hizo posible el auge de la tecnología y no al revés”. Por tanto, tiene interés preguntarse por qué en Europa occidental, la magia pudo erradicarse con más facilidad que en otras partes del mundo. La explicación tiene que ver con la tradición religiosa europea, esto es con el cristianismo. El cristianismo era causalista, en el sentido de que el universo se concebía como un cosmos, como un orden racional en el que “los efectos siguen a las causas de una manera predecible” (compárese con la versión más extendida del islam a partir del siglo XIII-XIV).

Esta tradición causalista, que se remonta a los presocráticos, se mantuvo y permitió la investigación y, probablemente, el triunfo de la Ciencia. Dice Thomas que podemos establecer esa relación causal (se abandona la magia antes de que los creyentes dispongan de avances o explicaciones científicas o tecnológicas que puedan poner en lugar de las creencias mágicas) por el hecho de que numerosos movimientos religiosos rechazaron los aspectos más “mágicos” de la Iglesia Católica sin tener a su disposición mecanismos más eficaces para enfrentarse a las incertidumbres y los problemas vitales y sociales que se trataban recurriendo a la magia. Es cierto que los avances científicos (piénsese en el microscopio y la teoría bacteriana de las infecciones vs. las explicaciones basadas en los “humores”) permitieron rápidamente descartar la validez de las doctrinas previas, pero no resolvieron las enfermedades: “de hecho, con la excepción de la vacuna contra la viruela, que se introdujo en el siglo XVIII, las innovaciones médicas no aumentaron la esperanza de vida hasta el siglo XIX y no contribuyeron sustancialmente a dicha extensión – fuera de las reformas basadas en la higiene – hasta bien entrado el siglo XX”.

Pero en Europa – y el Cristianismo – no predominó la “pasividad o el fatalismo… creer en la providencia divina era perfectamente compatible con la confianza en la eficacia del propio esfuerzo” – a Dios rogando y con el mazo dando –
“una combinación pintorescamente expresada en el testigo  de un juicio celebrado en la época isabelina que dijo de un hombre que había sido arrojado al mar… que se habría ahogado si no fuera porque ‘Dios le proporcionó su ayuda’ permitiéndole nadar… su religión les había enseñado a tratar de resolver los problemas por uno mismo antes de recurrir a lo sobrenatural”.
En esta línea, Hariri ha dicho recientemente que la religión puede sufrir el golpe fatal próximamente si, como parece, la inmortalidad de los seres humanos comienza a ser analizado como un problema técnico para el que, como para la epilepsia en el siglo XVIII, no tenemos solución pero confiamos en que podría haberla y que podríamos conocerla (tras oir la entrevista, recuerden esta película y piensen en lo que dice Hariri sobre la posibilidad de que los seres humanos - la mayoría de nosotros - devengamos superfluos una vez que no somos necesarios ni como soldados ni como productores de bienes o servicios. Si, en el siglo XVII un predicador inglés, William Gouge, pudo decir - lo cuenta Thomas - que la gente podía abandonar las zonas infestadas por la peste excepto tres grupos: los magistrados, porque son necesarios; los ancianos, porque sus probabilidades de infectarse son menores y los pobres y menesterosos, porque se puede prescindir de ellos con más facilidad).


Thomas concluye que, en todo caso, lo que podemos constatar es que,
“desde mediados del siglo XVII, los avances intelectuales profundizaron extraordinariamente el foso entre las clases cultivadas y los estratos más bajos de la población rural”.
La superstición comenzó a ser cosa de pobres e ignorantes paletos o, al menos, junto con la religión, “racionalismo para unos pocos y magia para la mayoría”, pero – concluye Thomas – la Ciencia no nos permite descartar inmediatamente las explicaciones incorrectas y muchos fenómenos “mágicos” resultan coherentes con el método científico una vez que nuestra capacidad de observación se desarrolla lo suficiente:
“si definimos la magia como el empleo de técnicas ineficaces para resolver el problema pero dirigidas a reducir la ansiedad cuando no hay soluciones efectivas disponibles, tendremos que reconocer que ninguna Sociedad estará libre de magia nunca”
Volviendo al ejemplo de Kabul y su comparación con las brujas. El salvajismo del apaleamiento de la pobre enferma mental que se atrevió a quemar un ejemplar del Corán refleja los enormes problemas de las sociedades islámicas. El primero, el de una religión que sustituyó a la magia por unas creencias sobrenaturales que no van acompañadas de un respeto por la causalidad como explicación de los fenómenos naturales y la capacidad del ser humano de resolver los problemas por sí mismo. El segundo y probablemente con mayor potencia explicativa es el de la ausencia entre los jerarcas religiosos y políticos de los países musulmanes, de élites que hayan abrazado la racionalidad y la Ciencia como forma de explicar la naturaleza y la Sociedad y resolver sus problemas. No es sólo que no ha habido Ilustración en el mundo islámico, es que, especialmente en los países árabes, tampoco ha habido déspotas ilustrados.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El caso es que, al parecer, no hubo tal quema del Corán, y el asesinato probablemente respondía a otros "intereses". Práctica mafiosa muy habitual, por otra parte.

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