miércoles, 2 de abril de 2014

Crisis para tomarse a broma: la burbuja de 1720 en los Países Bajos





Groote Tafereel der Dwaasheid, “El gran espejo de la locura” Fuente

La burbuja de 1720 tuvo su origen también en una innovación financiera. Según cuentan Oscar Gelderblom y Joost Jonker, las enormes deudas contraídas por Francia, Gran Bretaña y Holanda como consecuencia de la Guerra de Sucesión española llevaron a los gobiernos a reestructurar sus finanzas públicas. Los holandeses redujeron unilateralmente el tipo de interés que pagaban por los bonos del Estado; Francia y Gran Bretaña “titulizaron” la deuda, es decir, cambiaron los títulos de deuda por acciones de las sociedades de la Mississippi Company y de la South Sea Company respectivamente. En el caso de Francia, se permitió a los promotores de estas Compañías cambiar los títulos de deuda pública por acciones en la sociedad. En el caso británico, se permitió a la Compañía adquirir los títulos de deuda pública con el dinero obtenido gracias a la venta pública de las acciones de la Compañía de los Mares del Sur. Los inversores aceptaron el cambio porque les permitía sustituir bonos ilíquidos e inseguros por acciones que cotizaban en mercados, acciones cuya cotización no hacía más que subir.

Al parecer, el pinchazo de la burbuja no afectó excesivamente a Holanda, precisamente porque la República Holandesa no recurrió a la titulización para reestructurar su deuda pública porque no lo necesitó. Las dos compañías holandesas comparables a la de los mares del Sur y a la Mississippi Company no vieron subir sus cotizaciones como para sugerir que las expectativas de los inversores estaban infladas.

Pero si no hubo burbuja, sí hubo una explosión de nuevas corporaciones. 40 entre junio y octubre de 1720 con un capital nominal que suponía casi tres veces el PIB de la República holandesa en aquellos años y 40 veces los recursos financieros de las dos únicas compañías “cotizadas” la VOC Vereenigde Oost-Indische Compagnie y la WIC Geoctroyeerde Westindische Compagnie,. Pero era pura especulación. Los suscriptores de las acciones de esas compañías solo desembolsaban entre el 1 y el 6 % del nominal (esto es muy importante: con los derechos del fútbol pasa algo parecido porque los que los adquieren no tienen que adelantar grandes cantidades, lo que “infla” el valor de los mismos porque los más optimistas acaban pujando más alto) y solo 6 de las 40 acabaron desarrollando la actividad para la que fueron constituidas y lo hicieron a una escala muy inferior a la proyectada.


Lo que llama la atención de esta oleada de constitución de corporaciones – todas ligadas a las ciudades que las promovían – es que estuvo trufada de conductas fraudulentas y engañosas para los inversores que, evidentemente, no consiguieron su objetivo porque los inversores no pusieron su dinero en ellas: el entusiasmo inicial fue cosa de intermediarios experimentados que trataron de crear mercado para las acciones, mercado que no se materializó porque los inversores en general se negaron a comprar. Las únicas compañías cotizadas que lograron afirmarse fueron compañías de seguro. La actividad justificó su éxito: “los inversores no creían que el comercio, el transporte y la manufactura pudieran aprovecharse de economías de escala derivadas de grandes acumulaciones de capital”, pero la concentración en el sector de los seguros que se había producido en Londres desde la década de 1690 permitía inspirar confianza en que una gran corporación (sociedades anónimas de seguros) tenía ventajas competitivas en el ámbito de los seguros. Las dificultades para su constitución provinieron de las autoridades que debían autorizar individualmente la constitución de cualquier sociedad anónima y de la oposición de los aseguradores individuales que temían, lógicamente, a la competencia. Pero la competencia entre las ciudades holandesas permitió a los promotores salirse con la suya, si no en Amsterdam, sí en Rotterdam.

La historia de la Assurantie Compagnie der Verenigde Nederlanden es especialmente interesante porque se trataba de concentrar el negocio de seguros en una sociedad anónima nacional – que necesitaba un acto del Parlamento porque se trataba de otorgar un monopolio sobre el negocio de los seguros – trasladando a Holanda el esquema británico de cambiar deuda pública por acciones. El proyecto vino patrocinado por el famoso Gabriel de Souza Britto, que debía de ser bastante sinvergüenza porque publicó bajo su nombre un manual de contabilidad en español que había copiado. Las autoridades rechazaron los proyectos. Ni Holanda tenía el problema de Francia o Gran Bretaña con su deuda pública ni los proyectos eran mínimamente realistas. Pero la idea de una compañía nacional de seguros indujo a las ciudades a crear sus compañías locales con la esperanza de “pillar cacho” cuando la nacional se creara, actuando como sucursales locales, lo que era de gran interés por la creciente concentración de actividad económica en Amsterdam en perjuicio de las restantes ciudades neerlandesas.

Esta competencia afectó también al gobierno corporativo de estas compañías que era claramente más transparente y protector de los accionistas que el de la VOC. Pero la distinción entre propietarios internos y externos se mantuvo: “los accionistas principales – los que tenían un determinado número de acciones – tenían voz y voto mientras que los accionistas ordinarios no tenían más derecho que el de que se formularan cuentas anuales”. Esta estructura de derechos se explica por el carácter puramente financiero de la posición de los accionistas en las primeras sociedades anónimas. Eran prestamistas a los que no se podía prometer un interés por lo que se les remuneraba con una participación en los beneficios. Se realizaron avances también en la incorporación de las acciones a títulos-valor y se facilitó su transmisión. Una vez más, esta fiebre fundacional se pasó muy pronto sin que quedara nada de la mayoría de estas compañías.

La conclusión del trabajo es que, con inversores sofisticados, la formación de una burbuja de grandes proporciones parece difícil. Los inversores holandeses no se dejaron engañar, fueron capaces de distinguir entre proyectos de inversión plausibles y disparatados y la burbuja que arruinó a Francia y Gran Bretaña, apenas tuvo efectos en los Países Bajos. Y la “locura” por constituir compañías fue cosa de las autoridades locales que vieron en la creación de compañías locales una forma de contrarrestar la decadencia de sus ciudades y de enriquecerse, naturalmente. El “Gran Espejo de la Locura” no reflejaba, pues, lo que había pasado, sino que ha de entenderse como literatura satírica con más objetivos de advertencia y burla que de narración de lo ocurrido:

cuando una seria crisis financiera afectó a la República en 1763 y, de nuevo, en 1773, poca gente se rió y, en consecuencia, no tenemos nada parecido, ni remotamente, al Gran Espejo respecto de esos años”.

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